Paseábamos entre libros. Nos envolvía esa sensación de
ansiedad y miedo que solo se tiene cuando se está descubriendo un amor. Tomaba
un libro cualquiera entre mis manos y lo hojeaba con aparente interés, pero en
realidad estudiaba sus movimientos, sus gestos. “Mira éste”, me decía mientras
me acercaba uno. “Ah, muy interesante”, y deslizaba mis dedos entre los suyos.
Y de nuevo a deambular entre los estantes de La Casa del libro, como si se
tratara de una danza, sin perderla de vista. Bajé la mirada y ahí estaba, no
ella, sino Buenos presagios. ¡Vaya
título! Era una señal; estaba seguro. ¿Por qué no? Si hubiera sido “Mejor,
pírate”…pero no. Dos palabras que parecían decir que esa chica de pelo castaño
y lacio, sonrisa deslumbrante y ojos profundos, era “ella”. Lo compré,
lógicamente, y leí las cien primeras páginas casi de un tirón. Luego la vida me
golpeó y tuve que guardarlo en un cajón para mejor ocasión. Ese momento llegó
poco después. El libro no podía quedar inconcluso. Leí a trompicones, robando
minutos a todo porque me lo había tomado como una cuestión personal, como un
triángulo absurdo entre el título, la chica y yo. Lo terminé. He aquí el
resultado.