La habitación de mi tío Santi era
mágica. Estaba decorada en plan moderno. Moqueta azul oscuro, focos de colores,
un equipo de música que entonces parecía impresionante, una colección infinita
de discos, y libros llenos de misterios. Recuerdo uno en especial que relataba
la vida del Curupira, un monstruo selvático que meaba ácido a treinta metros,
y que tenía los pies al revés para confundir a sus víctimas. También estaba
“Canción de navidad”, de Dickens, los misterios de Alfred Hitchcock, libros de
viajes, y tantos otros que hojeaba en aquellas largas tardes de mi niñez.
Arriba, en un estante sobre la cama, descansaban sus casetes. Los había
originales, claro, pero otros que confeccionaba él, y cuya portada ilustraba magníficamente
porque siempre fue un gran pintor y dibujante. Entre ellos estaba “Así habló
Zarathustra”. “¿Y esto, tío?”. “Es la música de la película 2001. Una odisea del espacio”. Yo era un
niño y prefería La guerra de las galaxias,
o Alien, el octavo pasajero, y a John
Williams antes que a los Strauss.
No recuerdo la primera vez que vi
la película, pero sí que me dejó frío. Yo estaba en otra cosa; en espadas
láser, naves interestelares, razas espaciales,…qué sé yo. Y el que diga que
prefería la cinta de Kubrick y Clarke a toda esa space opera es que no fue niño, o es un mentiroso.