El libro dormía en uno de los anaqueles de mi casa desde hacía no sé cuánto tiempo. Había desistido de su lectura un par de veces porque la traducción de César Terrón me parecía infame. No era un capricho: este hombre era capaz de meter el elemento compositivo “-mente” cuatro veces en veinte palabras. Llegué a buscar ediciones con otra traducción. Incluso una vez -¡Oh, insensato!- me descubrí ojeando en la Cuesta Moyano un ejemplar en inglés. Superada la frustración, tomé el libro que tenía en casa y me lancé. De pronto todo se hizo pasable.
Mientras devoraba la obra me preguntaba: “¿Qué habría en la cabaña del sheriff?”. Porque Philip K. Dick se refugió en una casita de campo propiedad de un policía local durante dos años, 1962 y 1963, en los cuales escribió once relatos. Agorafóbico y paranoico, en aquella cabaña sólo estaba él. Dick se creó su propio mundo, siempre torturado, mostrándose a sí mismo, despreciándose, porque la drogadicción es una muestra de poco aprecio a lo que somos. Y así es ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?