Hace unos días moría Ian M. Banks. Todos los días muere
gente. Ya. Es más; hay personas de las cuales nos enteramos que aún estaban
vivas porque nos dan la noticia de su muerte. En realidad me pasó una semana
antes con Jack Vance. Bueno; lo que quería decir es que al saber que había muerto
Banks leí su biografía. ¿Cómo había vivido? Era un escritor de cierta fama en
Gran Bretaña, aunque aquí, en este país que a veces parece mirar de soslayo
a la cultura, era un absoluto y perfecto desconocido; sí, desconocido, salvo
para la irreductible aldea de los escritores y lectores más empedernidos. Banks
dedicó su vida a escribir y a su amor, al menos a su último amor, lo que ya es
algo. Escribía durante tres meses al año y los otros nueve los dedicaba a otras
cosas; porque la vida ofrece tantas cosas... En fin. ¿A quién no le gustaría vivir así?
A mí sí, y me ha pasado otra vez al leer La torre de cristal, de Robert Silverberg.
La torre de cristal tiene muchas lecturas, evidentemente. A mí
la que me ha llegado es