¿Quién ha estado en un paraje apartado de un bosque, cuando el sol se oculta y el frío asciende del suelo húmedo, y los árboles parecen abalanzarse sobre nosotros, y no ha pensado en que era justo el momento en el que podía suceder algo? Ese algo escalofriante, revelador de una realidad paralela, desconcertante, pero al mismo tiempo atrayente. No me refiero al Wendigo de Algernon Blackwood, ni a los seres antiguos de Robert E. Howard, sino a algo que pondría en cuestión todas las creencias. Sí; son los miedos infantiles, ancestrales y totalmente irracionales que nos hacen vibrar con la imaginación. Porque piensa en un Universo paralelo al nuestro, con una entrada en lo más profundo del bosque, y que eres el único testigo del principio y del fin del cosmos. Todo esto lo he encontrado en esta obra de William Hope Hogdson.
Hogdson es uno de los escritores más interesantes con los que me he encontrado. Su trayectoria vital es parecida a la de Jack London, quizá porque ambos vivieron la misma época. Hodgson, que nació en 1877, pasó algunos años de su juventud en un barco, donde, al estilo de Arthur Gordon Pym, vivió rodeado de marineros rudos, lo que le sirvió luego para ambientar algunos de sus cuentos, los que la editorial Valdemar ha reunido titulándolos “Terror en el mar”. En los primeros años del siglo XX publicó sus grandes obras, como La Casa en el confín de la Tierra (1908) y El reino de la noche (1912), que cuenta la historia de un hombre del futuro que busca a su amada en una tierra llena de seres monstruosos. Se alistó en el ejército inglés al estallar la guerra en 1914, y murió dos años después en un ataque alemán. Por tanto, Hodgson pertenece a esa generación de escritores que desapareció en la Primera Guerra Mundial, no a los de la Lost Generation de Firzgerald, Hemingway y compañía, más joven que la anterior, sino a los que imbuidos de un viejo romanticismo acudieron a las trincheras a dar su vida por ideales y sentimientos.
La Casa en el confín de la Tierra comienza con dos jóvenes excursionistas que encuentran unas ruinas, y entre ellas, un viejo y mohoso libro. Sus páginas son el testimonio de un hombre sin nombre, que vive sólo, con su hermana y su perro Pepper, en lo más profundo de un bosque, y que es testigo de los extraños sucesos. La historia arranca cuando el protagonista cuenta que abrió sin querer la puerta a otro mundo. Inició así un viaje por las estrellas hasta un planeta desértico, rojo, con un sol en forma de anillo. Allí, en mitad de la nada, encontró su casa, pero construida con jade verde y más grande. Y como si se tratara de un viaje onírico, podía contemplar a Kali, diosa de la muerte, a Set, destructora de alamas, y a otros seres “absolutamente extraños, más allá de la capacidad de la concepción humana”. Pero el viaje se complicó cuando dentro de la casa vió a la “bestia-cerdo”, una de tantas, que trataron de matarle saliendo del abismo al pie de su casa, en la Tierra, lugar donde se encuentra la puerta al otro mundo.
Hodgson nos introduce poco a poco en la existencia de universos paralelos, y de fuerzas cósmicas que juegan con el tiempo y el espacio. El protagonista es condenado a ver velozmente el paso del tiempo, los millones de años que le permiten contemplar la muerte del Sol, la expansión de otra estrella, el fin de la Tierra y una especie de Big Bang. Esto último tiene su gracia porque Hodgson escribe en 1908, y la aplicación de la relatividad de Einstein a la astronomía se hizo en la segunda década del siglo XX, hasta la conocida teoría de Lemaître sobre el origen explosivo del Universo.
La novela está bien construida, el protagonista es creíble, aunque quedan cosas sin explicar, y esto fastidia un poco, la verdad. Sin embargo, es un libro muy sugerente, repleto de elementos originales, propios de lo que luego será el “horror cósmico” de Lovecraft. Hodgson funde de forma amena el orden universal, las leyes físicas –tal y como se conocían a principios del XX-, el origen de las cosas y su fin, con el terror o el vértigo ante lo desconocido, hacia fuerzas incomprensibles, anormales e incontenibles. El libro se lee de un tirón; es más, es recomendable leerlo así para no perderse.