FNAC no me cae simpático. Gigante, impersonal, frío y masificado, me hurta el placer de la ceremonia de comprar un libro. No es que el librero típico me caiga especialmente bien, sino que respeto ciertos tipos de atrevimiento y locura, y la profesión de librero reúne esas características. Y es que FNAC tiene el escenario de un Carrefour cualquiera. Ni siquiera falta la maquinita de autopago. “Su libro, gracias”. Pero lo que más me molesta es encontrar allí justo el ejemplar que estaba buscando. Esa novela que no tienen en mi librería habitual, o esa colección en la que me gusta bucear para tocar, comparar, hojear y cotillear, pues sí, allí está, estropeándome la crítica al megastore.
Y allí estaba La estancia oscura, de Leonard Cline. La examiné (sólo me faltó olerla; me dio corte) y no me convenció. A su lado estaba una novela extraña, de un tal Adrian Ross, titulada El agujero del infierno. No había oído hablar de ella. En la contraportada estaba el gancho publicitario: las citas de Hodgson y Lovecraft. Piqué, y no me arrepiento.