sábado, 13 de octubre de 2012

JONATHAN CARROLL - Sopa de cristales (2005)


Tengo un doble sentimiento hacia los libros llamados de autoayuda. Les guardo cierto aprecio porque considero que los leen gente que busca respuestas inmediatas a problemas personales. Pero no puedo dejar de pensar que se trata de libros tremendamente aduladores que dicen al lector lo que quiere leer; es decir, que es maravilloso y fantástico, y que su problema radica en que su enorme potencialidad no se desarrolla porque hay barreras que se lo impiden. La solución es un decálogo de sencillos pasos para encontrar un camino mejor, que el autor ha descubierto y que quiere transmitir por puro altruismo. Esto no está mal, pero esta conmiseración me da un poco de repelús. Cuento esto porque Jonathan Carroll explica en Sopa de cristales cómo
debemos vivir la vida y a veces le da un tinte de libro de autoayuda.

Es lo que tiene el dar el protagonismo a personas muertas pero vivas y viceversa, que sus sentimientos y reflexiones son sobre el sentido de la vida, las cosas que importan, los recuerdos, la imaginación, los sueños, el amor, los padres, los amigos, el juguete de la infancia, la dura adolescencia, el sexo satisfecho y el frustrado, el dinero, los lugares, la música o los sabores. Por eso Carroll, que llega a reírse un poco de los libros de autoayuda, llena su novela de frases contundentes y directas sobre la existencia.

Por ejemplo: “Una parte de la vida se basa en encontrar a una persona esencial que comprenda nuestra historia” (p. 68), “Nunca sabes realmente quién eres hasta que no descubres lo que otros piensan de ti” (p. 92), y “La mayoría de las cosas que una persona hace, piensa y crea a lo largo de su vida termina siendo olvidada” (p. 154). Sin embargo, Carroll es consciente y habla de esa clase de literatura “new age/autoayuda”, que te dice “Eres una persona increíble aunque creas que no vales una mierda. Pero, ¿sabes qué?, puedes ser aún mejor si sigues estos sencillos pasos” (p. 186).

Vale, pero ¿de qué va Sopa de cristales? Es la continuación de Manzanas blancas, aunque se puede leer de forma independiente porque en realidad lo importante del libro no es la trama, sino deleitarse con los personajes, las situaciones y las reflexiones sobre el sentido de la vida. Porque estamos hablando de la literatura por la literatura, tan distinta a otras novelas a las que estamos acostumbrados. Por eso la novela no tiene un final, porque es un símbolo de lo que trata de demostrar Carroll en el libro: lo importante en la vida es el camino, no el final, la muerte. Carroll quiere que el lector disfrute con ese camino haciendo buena literatura, con personajes interesantes y situaciones curiosas, al tiempo que se lo dice sin tapujos a través de sentencias muy jugosas.

El libro tiene, además, elementos muy sugerentes. El asunto es que las personas al morir van al mundo que crearon en sus sueños, con las personas y situaciones que forjaron dormidos. La clave es darse cuenta de que se está muerto. Esto lo cuenta Carroll en un primer capítulo que se antoja magistral, con escenas fuertes y divertidas. Todo responde a un plan, a un mecanismo cósmico: el Big Bang consistió en la explosión de Dios; Dios explotó, sí, y cuando termine de expandirse se contraerá para volver a la situación inicial y volver a explotar. Esto explica la expansión del Universo y la fuerza de la gravedad. Todo forma un mosaico en el que también están los seres humanos, y en el que cada uno debe ocupar su lugar; mientras tanto, todo es una sopa de cristales.

“Caos” es un elemento más de la expansión. El problema surge cuando Caos toma conciencia de sí mismo y empieza a alterar el mosaico. El ejemplo es la vida de Isabelle y Vincent, dos amantes que luchan contra el plan de Caos para separarles. Carroll es un maestro en la descripción de personajes, y juega con crear en el lector un doble sentimiento: todo malvado tiene algo que lo humaniza, con lo que se puede empatizar o sentir piedad.

La novela no está mal. Es algo densa y no recomendable para el que prefiera cosas ligeras y no comerse el coco. Eso sí: me gustó menos que El mar de madera


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