Enoch Soames es un
relato que debe leer todo escritor aficionado que aspire a la fama. No sólo
porque Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares lo incluyeran en
su Antología de la Literatura Fantástica,
lo que ya es suficiente recomendación, sino porque refleja la necesidad de los
autores de encontrar el reconocimiento. ¿Qué sentido tiene escribir una novela
o un cuento, y guardarlo en un cajón? Es preciso darlo a conocer tarde o
temprano, y someterse a los gestos, a la indiferencia o las opiniones más o
menos sinceras de los demás. Es como desnudarse ante alguien por primera vez, y
escrutar su reacción.
Max Beerbohm no está entre los autores más famosos,
decididamente, pero tengo la impresión de que él tampoco quería serlo. Quizá se
contentaba con disfrutar
de la vida que le proporcionaba un trabajo maravilloso
y la imagen de dandi con la que
siempre se señoreó por cualquier salón, club o teatro. Beerbohm, nacido inglés
en 1872 y muerto italiano en 1956, debió vivir como quiso, escribiendo y
dibujando.
Es esto, la distancia entre el goce de escribir y el
reconocimiento ajeno, lo que
precisamente Beerbohm lleva a esta biografía de un
escritor que no llegó a nada más que a personaje de la novela de otro autor, el
propio Beerbohm, en contraposición a su deseo de buscar la fama. Enoch Soames,
el protagonista, comienza su andadura disfrutando de la escritura, pero según
pasa el tiempo parece que sólo le importa la fama. Beerbohm contrapone el goce
al reconocimiento, por eso hace de Soames un “satanista católico”, la
contradicción viviente que acaba pactando con Satán; es decir, un escritor que
antepone la fama al placer de la escritura, y que le pierde.
Soames era terco, vanidoso y digno, aun en el fracaso. En los
círculos de escritores mantenía el personaje. Sólo se le conoció una alegría:
cuando rozó la fama en una exposición de láminas de escritores que contenía su
retrato. “La clausura de aquella exposición –escribió Beerbohm- fue como la
clausura de su carrera de escritor”. La desesperación le llevó a un pacto con
Satán, al que Beerbohm retrata como un diablo de opereta: pelo negro y perilla,
chistera y capa negra. Y entonces Soames pronuncia el mejor párrafo del cuento:
“¡Posteridad! ¡De qué
me sirve a mí! Un hombre muerto ignora que la gente visita su tumba o peregrina
al lugar de su nacimiento, tampoco sabe que se colocan lápidas y se descubren
estatuas para honrar su memoria. Un hombre muerto no puede leer los libros que
se escriben sobre él. ¡De hoy en cien años! ¡Imagínelo! ¡Si yo pudiera volver a
la vida entonces, sólo unas pocas horas, suficientes para ir a la sala de
lectura y leer!”.
La sala de lectura
del Museo Británico en 1997, cien años después. Allí es donde apareció Soames para
consultar sobre su persona. Beerbohm construye un final matemático a su relato,
donde nada se escapa a la paradoja de los viajes en el tiempo salvo una cosa:
el retrato de la exposición. ¿Qué pasa con él? ¿No aparece como testimonio de
la existencia de Enoch Soames?
La narración se hace eco del impacto que tuvo en la sociedad
inglesa La máquina del tiempo (1895),
y nuestro autor toma la idea inicial del viajero: ver cómo se ha desarrollado
la Humanidad unas décadas o centenares de años después. Pero aquí no es mera
curiosidad; se trata de la satisfacción de un ego, de la ansiedad de un
escritor con una obra ignorada. Los hombres de 1997 son como podría haberlos
descrito un escritor de la Edad de Oro: todos vestidos de igual manera y
calvos.
Beerbohm condensa en unas pocas páginas un bien ajustado
retrato psicológico de un escritor, con sus miedos y obsesiones, con sus
cualidades y defectos; así como una descripción del curioso mundo de los
autores, muchas veces injusto y donde la fama es en demasiadas ocasiones ajena
a la buena literatura. El relato se puede encontrar en la Antología citada, en la obra de Beerbohm titulada Siete hombres, y publicado por la editorial Rey Lear. En definitiva; una pequeña joya que se lee de un tirón
en media tarde. Imprescindible.
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