La
novela aborda tres cuestiones. Por un lado, la paradoja temporal; es
decir, la
posibilidad de alterar la Historia a través de un viaje en el tiempo, y que su
resultado sea chocante. Boyd no aborda este tema hasta el final de la novela,
aunque toda la trama se desarrolla en una Tierra que ha corrido una suerte
distinta a la conocida porque Jesucristo no murió crucificado. En realidad,
hasta el final la existencia de una Tierra paralela no es la clave. Y el
desenlace que crea Boyd es una enorme broma que carece de lógica a tenor de la
personalidad del protagonista: un chico de 20 años, estudiante de matemáticas,
que pertenece a la casta de los “profesionales”; es decir, un burguesito. Aquí
falla la novela porque le falta un poco de profundidad o de explicación de los
motivos. Haldane V, el prota, es enviado al pasado como Judas Iscariote para
provocar la crucifixión de Jesús y que su muerte liberara al Hombre –cogiendo
la Historia, la de verdad, esto no se sostiene-. Pero Haldane, en lugar de
esto, y de forma insospechada, coge a Jesús, lo mete en su nave (un "taxi espacial", joeee) y lo manda al
futuro en su lugar. Esto sólo funciona como broma, porque desde un punto de
vista teológico es absurdo, y siguiendo la lógica del personaje más todavía.
El
segundo tema que trata es el de la Iglesia, a la que pone a la misma altura que
algunas ciencias, como la matemática, la sociología y la psicología. En la
Tierra de Boyd el conflicto entre razón y fe se saldó con la construcción de un
Papa computerizado. Fairweather, una mezcla de Washington y Edison, tradujo a
las matemáticas los preceptos morales y construyó una máquina. La idea es
buena, pero el motivo real, que se conoce al final, defrauda: que el hijo de
Fairweather, un rebelde con causa, desterrado en el planeta “Infierno”,
estuviera acompañado de gente similar. Boyd introduce el cristianismo como si
solo fuera un decálogo moral, lo que es una reducción interesada. ¿Por qué? La
razón es que el autor quiere que el lector ponga en tela de juicio
las normas morales tradicionales. Sin embargo, la explotación del tema de la
moralidad como algo cultural y predecible y, por tanto, reducible a un código
al que se le pueden aplicar valores y medidas, es muy pobre. John Boyd lo
reduce al tema sexual y de las relaciones amorosas, cuando en realidad es mucho
más amplio. Por ejemplo; el que la sociedad esté dividida en “proletarios”, que
curran, y “profesionales”, que desprecian y marginan a los primeros, parece que
no importa. Aquí el autor peca de comercial; esto es, darle a los jóvenes
lectores de 1968 lo que querían leer: sexo e inconformismo facilón.
El
tercer tema es precisamente el generacional. Boyd escribe en plena
rebeldía de
la generación de los 60, pero se nota que llega un poco tarde. No tiene nada
que ver con otros autores como Thomas M. Disch en Los genocidas (1965) o Moorcock en He aquí el hombre (1966), que atacan con claridad los pilares de la sociedad de su tiempo. El
Estado es totalitario, ya que controla la vida privada y pública de cada “ciudadano”.
Está dirigido por clérigos, matemáticos, sociólogos y psicólogos –el dominio de
estas dos profesiones está muy relacionado con se pusieron de
moda desde finales de los 50, de hecho son un grupo importante en la Fundación (1952) de Asimov-. Hoy, ninguno de esos cuatro grupos, sería director social en una
novela sobre el futuro. La alternativa es “Infierno” un planeta que sirve de cárcel para los
disidentes, pero que en realidad es un Edén: amor libre, naturaleza, educación científica y práctica,
no hay especialistas sino gente autosuficiente, no hay jerarquías sociales,
todo el mundo trabaja en varias cosas (como en las utopías de los socialistas
franceses del siglo XIX). Sí; es una comuna hippie.
La
paradoja de esta novela que aborda los viajes en el tiempo es precisamente lo
mal que ha llevado el paso del tiempo. Los personajes son estereotipos de los
cincuenta, con el toque rebeldillo de los sesenta. Las escenas sexuales no
pasan de ser momentos “picantes” o “subidos de tono”, que no llegan a las
formas sensuales y explícitas de P. J. Farmer en Los amantes o A vuestros cuerpos dispersos (1971); por ejemplo, el lector se entera de que Helix,
la chica, se queda embarazada sin que la pareja haya pasado de los dos besos en
un sofá. El sexismo abochorna, sinceramente; vamos, de tapar el ebook en el metro
para que nadie vea qué lees debido a frases como esta: “por primera
vez en su vida había oído una respuesta ingeniosa en labios de una mujer”. El
tratamiento psicológico del protagonista no solo es chocante, sino que en ocasiones
es involuntariamente cómico; por ejemplo, cuando cuenta muy serio que su madre
murió al caerse por la ventana regando las plantas, o cuando Haldane le dice a Helix
que para abortar se meta en una centrifugadora o que camine a cuatro patas. Las
escenas románticas son impostadas y cursis: “sus palabras debían sonar como el
arrullo de dos tórtolas enloquecidas” o “nubes como senos de adolescentes”. En
fin, que esta novela ha envejecido muy mal.
No me arrepiento de haberla leído,
aunque las cien primeras páginas me costaron –“¿Cuándo terminará el romance
adolescente y empezará lo interesante, por todos los dioses?”-. Leeré Los polinizadores del Edén, que visto lo leído tiene que ser la bomba.
Muchas gracias.
ResponderEliminarEstaba teniendo muchas dudas mientras la leía y me has convencido: me la salto.
Pues a mí me encantó.
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