Si hay un libro con el que tenga una relación especial en mi vida, sin duda es éste. Y no es porque la historia que cuenta Wells sea hoy especialmente ingeniosa o la narración trepidante, es que fue un librito que me abrió un mundo nuevo, el de la CF. El sentido de la maravilla que produjo en mí, un niño de trece años –cuando los trece años eran lo que deben ser-, fue inconmensurable. La pasión que me despertó por la aventura libresca es impagable. Luego pasaron otros textos, otros géneros, otras páginas, pero ninguno como aquél. Tan fue así que lo he comprado por tercera vez para releerlo. El primero lo perdí en el colegio. Recuerdo perfectamente la escalera, la sensación, el chándal azul, la camiseta blanca, la búsqueda, las caras de yonohesido, las preguntas al bedel, y la carrera hasta el quiosco para comprar otro ejemplar. Nunca lo dije en casa. Quizá temía la reprimenda. Ese ejemplar lo leí dos veces, la segunda en aquellos viajes en metro, de pie, junto a esas blancas barras que siempre estaban brillantes y grasientas. Este lo perdí sin saber aún cómo ni dónde. Pregunté a la familia, rebusqué en sus casas, y nada. Impaciente lo encontré en internet, en una librería de segunda mano, a menos de cinco euros.
Quería leerlo por tercera vez, comprobar el impacto del tiempo en el libro y en mí. Así he podido verificar que los recuerdos son esas historias que enmascaran la realidad. Porque la obra era otra, con personajes distintos, situaciones diferentes, inesperadas, con un simbolismo que yo, claro, no había visto en mi niñez. Eso sí; las ilustraciones me seguían pareciendo horrorosas. Entonces no lo sabía porque me faltaban lecturas y, por tanto, no podía comparar, pero Wells era un narrador fantástico. El ritmo, los diálogos, las descripciones, las pausas, todo está en su sitio y en la medida justa, la imprescindible para enganchar al lector. No hay nada que sobre. No es de estas novelas que enseguida compruebas que están infladas, o que el escritor se ha puesto a divagar. El estilo es el de la confesión pero tomada como una crónica de guerra, un Pérez Reverte sin palabrotas impostadas.
La historia es de sobra conocida: una torpe invasión marciana desequilibra la civilización –que por supuesto, es la Inglaterra victoriana-, y con ella al hombre contemporáneo. No hay comparaciones escondidas, como podía ser en el caso de El planeta de los simios, escrita por Pierre Boulé que fue prisionero de las tropas niponas, en la que los monos son los japoneses que se hacen pasar por occidentales convirtiéndose en los amos del planeta. No hay una crítica encubierta del colonialismo, porque Wells no necesitaba subterfugios ni la legislación británica impedía la libre expresión. Wells escribía para la gente, que dicho así parece una obviedad, pero en realidad encierra un modo de entender la literatura: ser muy inteligible, accesible y adictivo. Perteneció a la Sociedad Fabiana, aquel grupo de burgueses británicos que enarbolaron la bandera del paternalismo y que acabó convirtiéndose en un club social. Quizá esto explica el espíritu que recorre La guerra de los mundos: la individualidad.
Cuatro instituciones quedan retratadas en la novela. Una es la opinión pública, indiferente ante las noticias sobre las explosiones en Marte y hacia las indicaciones de que una masa de gas se dirigía a la Tierra. Esta complicidad del autor con el lector compartiendo “la verdad” genera impotencia y pánico. Otra institución malparada es el gobierno, que no hace nada para paliar los efectos de la guerra sobre la población; no hay una mínima organización que ayude a la gente. La tercera institución es la de la Iglesia, cuya actitud es la misma que la del gobierno, y el personaje que la representa, el vicario, aparece en la novela como un perturbado, mimado y repulsivo. No hay, sin embargo, una crítica al sentimiento religioso aunque diga: “¿Para qué sirve la religión sino para las grandes calamidades?”. Wells diferencia la Iglesia de la religión, algo corriente en la izquierda europea. La cuarta institución es el ejército. El autor no duda en ensalzar las virtudes y la entrega del soldado, no en vano forma parte del “pueblo”, aunque le atribuye al final ideas autoritarias (y disparatadas) de organización de la sociedad. El artillero de la novela simboliza la militarización psicológica de la sociedad civil en guerra. Por cierto, estos cuatro retratos están presentes en El día de los trífidos de Wyndham.
Los marcianos de la novela, una especie de pulpos, tienen una organización y actividades tales que Wells consigue dar la impresión de que son de otro mundo; aunque para hacerlos comprensibles les atribuya sentimientos humanos, como el de la solidaridad entre ellos o la venganza. De las primeras lecturas adolescentes que hice del libro no recordaba aspectos importantes. Comen personas, lo que aumenta la tensión del lector en la parte crítica del desarrollo novelístico. Mueren por efecto del armamento del hombre, cuando sólo recordaba la infección gripal que acaba con ellos. Y, por último, ese cambio del paisaje terrestre a través de la introducción de especies marcianas que acaban muriendo también.
Aparte de esto, el aspecto que más resalta es el de la individualidad, esa soledad del individuo en su empeño por sobrevivir. Llega al punto de que la esposa del protagonista desaparece de sus preocupaciones cotidianas ante la necesidad de refugio y alimento, y sólo al final, en un “¡Ay! Se me olvidaba”, retorna, sí pero en segundo plano. La sociedad desaparece en el momento de la crisis, y la desbandada humana se produce en un sentido muy amplio. Estos planteamientos y su desarrollo me hacen creer que Wells es el padre de la CF, por encima de Shelley o Verne. La influencia de esta novela y de La máquina del tiempo (1895) –que comentaré otro día- es tan perceptible como ineludible. Releerla ha sido un precioso retorno al futuro.
Quería leerlo por tercera vez, comprobar el impacto del tiempo en el libro y en mí. Así he podido verificar que los recuerdos son esas historias que enmascaran la realidad. Porque la obra era otra, con personajes distintos, situaciones diferentes, inesperadas, con un simbolismo que yo, claro, no había visto en mi niñez. Eso sí; las ilustraciones me seguían pareciendo horrorosas. Entonces no lo sabía porque me faltaban lecturas y, por tanto, no podía comparar, pero Wells era un narrador fantástico. El ritmo, los diálogos, las descripciones, las pausas, todo está en su sitio y en la medida justa, la imprescindible para enganchar al lector. No hay nada que sobre. No es de estas novelas que enseguida compruebas que están infladas, o que el escritor se ha puesto a divagar. El estilo es el de la confesión pero tomada como una crónica de guerra, un Pérez Reverte sin palabrotas impostadas.
La historia es de sobra conocida: una torpe invasión marciana desequilibra la civilización –que por supuesto, es la Inglaterra victoriana-, y con ella al hombre contemporáneo. No hay comparaciones escondidas, como podía ser en el caso de El planeta de los simios, escrita por Pierre Boulé que fue prisionero de las tropas niponas, en la que los monos son los japoneses que se hacen pasar por occidentales convirtiéndose en los amos del planeta. No hay una crítica encubierta del colonialismo, porque Wells no necesitaba subterfugios ni la legislación británica impedía la libre expresión. Wells escribía para la gente, que dicho así parece una obviedad, pero en realidad encierra un modo de entender la literatura: ser muy inteligible, accesible y adictivo. Perteneció a la Sociedad Fabiana, aquel grupo de burgueses británicos que enarbolaron la bandera del paternalismo y que acabó convirtiéndose en un club social. Quizá esto explica el espíritu que recorre La guerra de los mundos: la individualidad.
Cuatro instituciones quedan retratadas en la novela. Una es la opinión pública, indiferente ante las noticias sobre las explosiones en Marte y hacia las indicaciones de que una masa de gas se dirigía a la Tierra. Esta complicidad del autor con el lector compartiendo “la verdad” genera impotencia y pánico. Otra institución malparada es el gobierno, que no hace nada para paliar los efectos de la guerra sobre la población; no hay una mínima organización que ayude a la gente. La tercera institución es la de la Iglesia, cuya actitud es la misma que la del gobierno, y el personaje que la representa, el vicario, aparece en la novela como un perturbado, mimado y repulsivo. No hay, sin embargo, una crítica al sentimiento religioso aunque diga: “¿Para qué sirve la religión sino para las grandes calamidades?”. Wells diferencia la Iglesia de la religión, algo corriente en la izquierda europea. La cuarta institución es el ejército. El autor no duda en ensalzar las virtudes y la entrega del soldado, no en vano forma parte del “pueblo”, aunque le atribuye al final ideas autoritarias (y disparatadas) de organización de la sociedad. El artillero de la novela simboliza la militarización psicológica de la sociedad civil en guerra. Por cierto, estos cuatro retratos están presentes en El día de los trífidos de Wyndham.
Los marcianos de la novela, una especie de pulpos, tienen una organización y actividades tales que Wells consigue dar la impresión de que son de otro mundo; aunque para hacerlos comprensibles les atribuya sentimientos humanos, como el de la solidaridad entre ellos o la venganza. De las primeras lecturas adolescentes que hice del libro no recordaba aspectos importantes. Comen personas, lo que aumenta la tensión del lector en la parte crítica del desarrollo novelístico. Mueren por efecto del armamento del hombre, cuando sólo recordaba la infección gripal que acaba con ellos. Y, por último, ese cambio del paisaje terrestre a través de la introducción de especies marcianas que acaban muriendo también.
Aparte de esto, el aspecto que más resalta es el de la individualidad, esa soledad del individuo en su empeño por sobrevivir. Llega al punto de que la esposa del protagonista desaparece de sus preocupaciones cotidianas ante la necesidad de refugio y alimento, y sólo al final, en un “¡Ay! Se me olvidaba”, retorna, sí pero en segundo plano. La sociedad desaparece en el momento de la crisis, y la desbandada humana se produce en un sentido muy amplio. Estos planteamientos y su desarrollo me hacen creer que Wells es el padre de la CF, por encima de Shelley o Verne. La influencia de esta novela y de La máquina del tiempo (1895) –que comentaré otro día- es tan perceptible como ineludible. Releerla ha sido un precioso retorno al futuro.
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