La habitación de mi tío Santi era
mágica. Estaba decorada en plan moderno. Moqueta azul oscuro, focos de colores,
un equipo de música que entonces parecía impresionante, una colección infinita
de discos, y libros llenos de misterios. Recuerdo uno en especial que relataba
la vida del Curupira, un monstruo selvático que meaba ácido a treinta metros,
y que tenía los pies al revés para confundir a sus víctimas. También estaba
“Canción de navidad”, de Dickens, los misterios de Alfred Hitchcock, libros de
viajes, y tantos otros que hojeaba en aquellas largas tardes de mi niñez.
Arriba, en un estante sobre la cama, descansaban sus casetes. Los había
originales, claro, pero otros que confeccionaba él, y cuya portada ilustraba magníficamente
porque siempre fue un gran pintor y dibujante. Entre ellos estaba “Así habló
Zarathustra”. “¿Y esto, tío?”. “Es la música de la película 2001. Una odisea del espacio”. Yo era un
niño y prefería La guerra de las galaxias,
o Alien, el octavo pasajero, y a John
Williams antes que a los Strauss.
No recuerdo la primera vez que vi
la película, pero sí que me dejó frío. Yo estaba en otra cosa; en espadas
láser, naves interestelares, razas espaciales,…qué sé yo. Y el que diga que
prefería la cinta de Kubrick y Clarke a toda esa space opera es que no fue niño, o es un mentiroso.
La novela de Arthur C. Clarke es
posterior a la película, lo que viene a ser una excepción a la regla. Esto
permitió al autor británico profundizar y cambiar algunas cosas. Es conocido,
creo, que todo procede de un relato titulado El centinela, que narra el
encuentro en la Luna de una pirámide, y que refleja la obsesión constante de
Clark en su obra, que básicamente es: qué pequeños somos. La filosofía
clarkiana (perdón por el vocablo absurdo) es que la idea que el Hombre tiene de
sí mismo se debe a su cortedad de miras y escaso conocimiento del Universo. Lo
que en este planeta nos hace superiores; esto es, la inteligencia y el deseo de
progreso, no son nada en un Cosmos donde existen razas infinitamente
inteligentes en comparación con la pequeñez humana.
La cuestión que plantea 2001. Una odisea espacial es el viaje de
la Humanidad –como Ulises- para encontrarse a sí misma. En ese periplo descubre
su comienzo, desarrollo y final, el origen y el sentido de su existencia. Por
eso la novela comienza con el encuentro de una piedra cuadrangular, un
monolito, por parte de un grupo de monos humanoides. Mientras que en la
película, Kubrick refleja la violencia como conocimiento adquirido y
diferencial; Clarke relata los sucesivos contactos de los antropoides con el
objeto, lo que les proporciona saber tecnológico y deseo de progreso. Es eso
justamente lo que provoca la evolución. De esta manera, Clarke utiliza el
tópico del evolucionismo inducido por algo extraterrestre –de hecho, tampoco
Dios o los dioses son de este planeta-.
La segunda parte es la del
encuentro de otro objeto en la Luna. Clarke nos describe un mundo dirigido por
las superpotencias, tal y como era entonces (y hoy). Sin embargo, este objeto
es una alarma y un indicador, no tanto sónico, como en la película, sino
luminoso. La evolución impuesta por los extraterrestres predecía la llegada al
satélite y, por tanto, que tarde o temprano el hombre lo encontraría. La pieza,
llamada TMA 1, fue enterrada hace 3 millones de años a siete metros de
profundidad, justamente cuando apareció vida inteligente en la Tierra. La luz
reflejada en el monolito indicaba el camino.
Y aquí comienza la parte más
larga del libro, y de la película. Las potencias ponen en marcha la expedición
“Proyecto Júpiter” en la Discovery.
Tan solo saben el verdadero sentido de la misión los tres astronautas hibernados
–estarían así cinco años- y Hal 9000 (sigla de computador ALgorítmico Heurísticamente
programado, ya). El verdadero objetivo es Saturno, lugar de donde procede el
brillo el reflejo de la TMA 1. La deriva asesina de HAL –no creo desvelar a
nadie el argumento- procede de su instinto de supervivencia, ya que al
producirse un fallo, Poole y Bowman, los astronautas despiertos, dicen que lo
piensan desconectar.
En ese viaje, con Bowman como
único superviviente, encuentran flotando el siguiente monolito, en el satélite
Japeto. Aquí Clarke nos cuenta dos cosas. La primera es que los monolitos
fueron creados por una raza de científicos que decidieron experimentar con las
especies que encontraron en la Tierra, al igual que habían hecho en otros
planetas, pero no sabían cómo iban a evolucionar. Esto me ha recordado a los
ingenieros de Prometheus y al tema de Cita con Rama. Es previsible que esos
científicos hicieran lo mismo en otros mundos. Lo segundo que nos cuenta Clarke es que el
monolito que encuentra es una “Puerta de las Estrellas” que lo lleva a otro
sistema solar y otros planetas, donde viaja, no como en la película, y ve
cementerios de naves estelares –un “aeropuerto espacial”-, soles y otros
paisajes.
El episodio del hotel es claro:
la inteligencia extraterrestre intenta crear un entorno conocido para el
humano, y toma las imágenes que les llegan a ellos desde el planeta Tierra. Es
un decorado para que muera en paz. Pero la muerte no es el fin. Bowman se
convierte en un objeto que vuelve a casa a tiempo para ver la destrucción del
planeta por las bombas atómicas disparadas por las potencias. Bowman convertido
en monolito, esperará a que surja de nuevo vida y experimentara con ella para
provocar la evolución, como hace tres millones de años.
Leí esta novela muy joven, entre los 17 y los 18 años. Me gustó bastante la verdad, así como otras maravillosas de su autor. Me encantaría tener las 4 novelas de esta saga para disfrutarlas de corrido, pues además creo ya es hora de que vuelva a leer el primer libro ahora que soy menos ignorante en lo que a la ciencia ficción concierne. Como siempre es un gusto leerte.
ResponderEliminarGracias, Elwin. Léela de nuevo porque merece la pena. No diría tanto de las continuaciones. Un placer, como siempre. Saludetes
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