domingo, 25 de septiembre de 2011

JONATHAN CAROLL - El mar de madera (2001)


Sin duda alguna ha sido mi libro del verano 2011; lo mejor que he leído desde hace bastante tiempo. Di con él buscando obras originales, que me dijeran algo, que se salieran de los tópicos ya fuera por la temática, el personaje o el contexto. Y Johnathan Carroll lo ha cumplido con creces. De hecho, he conseguido otras tres obras suyas que esperan su momento. Encontré el libro en el típico saldo preveraniego de La Factoría de las Ideas. Un hallazgo. 

Carroll es un tipo curioso: es un norteamericano que vive en Viena, “la ciudad más aburrida del mundo” según él. Su padre era guionista y su madre actriz y cantante, pero él estudio Literatura, se fue a capital austriaca a dar clases y allí se quedó. La verdad es que no tiene una vida como
Cormac McCarthy, trapera o bohemia, ni a lo Jack London, profundamente “comprometida” (con lo que demonios que signifique eso). Pues no, se dedica a dar clases y a escribir. ¿Da sueño? Qué va.

El mar de madera está protagonizado por Frannie McCabe. A sus 48 años, y tras una adolescencia turbulenta -¿Hay otra manera de pasar por ella? ¿Ah, sí? A buenas horas lo decís-, acaba de jefe de policía de Crane’s View, su pueblo. La historia comienza de forma hilarante: compra un perro viejo, Vertuoso, que sólo tiene tres patas y le falta un ojo. Para colmo, el perro se muere el primer día que pasa a manos de McCabe. La escena con su mujer, Magda, descubriendo al perro en la comisaria me hizo soltar una carcajada.

El humor va dejando paso poco a poco a cómplices sonrisas según la historia se convierte en más introspectiva y analítica. La clave es la relatividad del tiempo: “¿Te has dado cuenta –dice George, el amigo de Frannie- de cómo cambia el sentido de las palabras conforme nos hacemos mayores? Cuando era joven pensaba que viejo significaba tener cincuenta años. Ahora tengo cincuenta, y viejo seré a los ochenta”. La trama está construida para explicar la importancia de la edad madura como estación de tránsito para mirar al pasado y el futuro, y sopesar quiénes éramos, en qué nos hemos convertido y cómo seremos.

La novela transcurre como si fuera de mainstream, con un toque de thriller a lo Stephen King hasta la mitad. De repente, sin previo aviso, aparecen los alienígenas. La verdad es que su aparición me fastidió. “¿Qué pintan aquí? ¡Lo estropean todo!”. Luego encontré una explicación para satisfacerme: no había más remedio para que tuvieran una explicación esos caprichosos viajes en el tiempo. Voy a intentar hilar el enredo de Carroll.

Las civilizaciones del Universo le están agradecidas a Dios por la creación, pero Dios está dormido desde el Séptimo Día según las escrituras. Cada una ha aportado un elemento para la construcción de un artefacto que lo despertará, la Máquina del Mundo, todas menos la Tierra. No se sabe qué elemento es, pero el único que lo puede aportar es Frannie McCabe. Unos alienígenas procedentes del Potayo-Dehratz –“Potaje de rata” según Frannie- vigilan la evolución en la Tierra desde la creación, y viajan en el tiempo. Sin embargo, uno de ellos, Astopel, juega demasiado, trastoca la vida de quien va a hacer los grandes avances científicos y tecnológicos de la Humanidad, y esto obliga a reconstruir el mapa temporal. El argumento parece de Douglas Adams, pero insisto: es un artificio para explayarse a gusto sobre las edades del hombre y la necesidad de pararse a pensar. Carroll se ríe de ese recurso, tanto que Frannie le pide a uno de los alienígenas, el que le explica todo el tinglado, una prueba de que es verdad. “¿Qué quieres ver? ¿Un estegosaurio, el pájaro Dobo?”. No; Frannie le pide algo que marco su vida, como la de muchos: ver a los Beatles tocando “I feel fine”. Cuidado porque no es una frivolidad: tiene un sentido determinante.

En consecuencia, lo mejor de todo es el personaje central, Frannie McCabe, su interpretación de la vida. Son impagables los momentos en los que se encuentra con su yo de 17 años, un macarra que disimula sus emociones; o cuando su yo es un viejo que viaja a Europa; o su yo de diez años, listo, atrevido y respondón. Frannie acaba dándose cuenta de la importancia de mantener contacto con lo que se ha sido para afrontar el presente. Gracias a esto es capaz de responder a la pregunta que da sentido al título: “¿Cómo se rema en una barca que surca un mar de madera?”. La pregunta es una metáfora de la vida: cada yo la responde (afronta) de una manera diferente. 

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