Tengo cierto reparo a los santones de cualquier disciplina, área, grupo o bandera. Normalmente, un gesto suyo es suficiente para conseguir el aplauso, la sonrisa, la genuflexión o la alabanza desmesurada con independencia de la calidad, originalidad u oportunidad de su obra. La cohorte que les sigue, entre sonrisas y loas, me es más desagradable aún. No sé si Domingo Santos es uno de esos santones, aunque algunos le tratan como tal, y esto –lo siento- me hace recelar. Claro que el presunto santón no es responsable del
comportamiento de los gremiales, aspirantes o gente del fandom, y sus méritos no desaparecen por ello. Afortunadamente para mí esta afición a leer CF y escribir sobre ella no está sujeta a ningún vasallaje, lo que me da una libertad que no tengo en mi área, y a la cual no estoy dispuesto a renunciar. En consecuencia, escribiré lo que con sinceridad me ha parecido la novela.
comportamiento de los gremiales, aspirantes o gente del fandom, y sus méritos no desaparecen por ello. Afortunadamente para mí esta afición a leer CF y escribir sobre ella no está sujeta a ningún vasallaje, lo que me da una libertad que no tengo en mi área, y a la cual no estoy dispuesto a renunciar. En consecuencia, escribiré lo que con sinceridad me ha parecido la novela.
El moderno Prometeo de la novela de Domingo Santos es un robot, un robot llamado Gabriel, como su creador. La traslación a otro escenario del Frankenstein de Shelley es más que evidente. Las cuestiones que se plantean en el relato son interesantes. La primera de ellas es la dependencia del hombre respecto de la máquina, que llega hasta el traspaso de las decisiones de gobierno a ordenadores. Del mismo modo, y quizá no sea mala idea, la sustitución de personas que tienen un trabajo de cara al público por robots, y de hecho ya ha pasado en muchos casos –cajeros, expendedores de billetes, máquinas de tabaco, etc.-. El motivo es que así el hombre obtiene un trato correcto y eficaz (salvo cuando la maquinita se queda con las monedas). Esa maquinización de la vida dificulta las relaciones humanas, y Domingo Santos incide sobre todo en las sexuales, ya que en su narración insiste en la existencia de auténticas sex machines muy eficientes.
Otro de los temas que aborda es el nacionalismo, de ese nacionalismo irracional y mezquino basado en criterios biológicos o étnicos. Aquí Santos, que revisita a su Gabriel en 2004 –la original es de 1962-, camina un poco de puntillas quizá por no meterse en camisa de once varas, aunque no duda en reafirmar la superioridad del individuo y de su libertad sobre la del grupo étnico (y no digamos sobre el lingüístico). De todas maneras, la independencia de la Luna respecto de la Tierra, presentada como el resultado de la estupidez humana, es tratada de una forma superficial, eludiendo el problema político y social que, quizá, no sea el tema de este libro o difiera mucho de los preferidos por Domingo Santos.
La novela no presenta sorpresas. Lo cierto es que estuve gran parte del tiempo pensando: “La palma; éste tío la palma, seguro”, en referencia a Gabriel, el robot. No hay nada que pueda entenderse como original ni sorprendente –al menos leída hoy- en el despertar, evolución y muerte del protagonista, o en el papel que desarrollan el resto de personajes, en las situaciones o en el desenlace. En una lectura prolongada, además, he percibido latiguillos; por ejemplo, los personajes, cuando piensan, siempre se muerden el labio. A pesar de esto es una novela amena, interesante, que aborda cuestiones sobre las que se podría decir más. Por cierto, le da un repasito a las leyes asimovianas de la robótica. A mí, plim.
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