Ese interés tecnológico hará que esos supervivientes ayuden a los científicos humanos a lo largo de la Historia, pero que al llegar al siglo XX se conviertan en elementos sospechosos debido a la Guerra Fría. Por eso, la agencia de investigación y seguridad de una organización secreta de investigación atómica norteamericana –uf, qué complicado, pero es que eran los años 50- sigue los pasos de Gilbert Nash, nuestro protagonista, uno de aquellos supervivientes. Tucker nos deja ver a un tipo duro pero con encanto, un Humphrey Bogart, que vigila los progresos del Proyecto Manhattan, un proyecto para construir una nave interestelar.
La historia podía haber derivado hacia una simple aventura por tomar la nave y volver a su planeta, pero no. Tucker se adentra en el sentido de la vida. Nash ha visto nacer, crecer y morir a mucha gente, a gente a la que quería, del mismo modo que ha asistido al desarrollo de la civilización; tanto que Nash fue el mítico Gilgamesh, el rey sumerio que tantas leyendas generó desde se encontraron unas tablillas en el siglo XIX contando su vida. El caso es que Nash ha asumido su existencia, por lo que ha decidido quedarse en la Tierra. No piensa lo mismo su antagonista, Carolyn, otra de las supervivientes. Esta mujer no duda en utilizar a la gente para sus propósitos, caracterizándose por su crueldad y engaños. Incluso llegó a trabajar para los nazis hasta que los alemanes derivaron su ciencia hacia la guerra y no al espacio.
La escena final no puede ser otra que el encuentro de Nash y Carolyn después de 8.000 años. Y así asistimos a una escena tórrida y violenta, propia del cine americano de los cincuenta y del pulp de esa época, con un desenlace sorprendente, a lo E. A. Poe. La novela es corta, está muy bien contada y entretiene. Por cierto, Tucker tenía la costumbre de poner a alguno de sus personajes el nombre de un escritor o editor conocido; en este caso es Ray Cummings.
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