Tengo un doble
sentimiento hacia los libros llamados de autoayuda. Les guardo cierto aprecio
porque considero que los leen gente que busca respuestas inmediatas a problemas
personales. Pero no puedo dejar de pensar que se trata de libros tremendamente
aduladores que dicen al lector lo que quiere leer; es decir, que es maravilloso
y fantástico, y que su problema radica en que su enorme potencialidad no se desarrolla
porque hay barreras que se lo impiden. La solución es un decálogo de sencillos
pasos para encontrar un camino mejor, que el autor ha descubierto y que quiere
transmitir por puro altruismo. Esto no está mal, pero esta conmiseración me da
un poco de repelús. Cuento esto porque Jonathan Carroll explica en Sopa de
cristales cómo
debemos vivir la vida y a veces le da un tinte de libro de autoayuda.
debemos vivir la vida y a veces le da un tinte de libro de autoayuda.
Es lo que tiene el dar
el protagonismo a personas muertas pero vivas y viceversa, que sus sentimientos
y reflexiones son sobre el sentido de la vida, las cosas que importan, los
recuerdos, la imaginación, los sueños, el amor, los padres, los amigos, el
juguete de la infancia, la dura adolescencia, el sexo satisfecho y el
frustrado, el dinero, los lugares, la música o los sabores. Por eso Carroll,
que llega a reírse un poco de los libros de autoayuda, llena su novela de
frases contundentes y directas sobre la existencia.
Por ejemplo: “Una
parte de la vida se basa en encontrar a una persona esencial que comprenda
nuestra historia” (p. 68), “Nunca sabes realmente quién eres hasta que no
descubres lo que otros piensan de ti” (p. 92), y “La mayoría de las cosas que
una persona hace, piensa y crea a lo largo de su vida termina siendo olvidada”
(p. 154). Sin embargo, Carroll es consciente y habla de esa clase de literatura
“new age/autoayuda”, que te dice “Eres una persona increíble aunque creas que
no vales una mierda. Pero, ¿sabes qué?, puedes ser aún mejor si sigues estos
sencillos pasos” (p. 186).
Vale, pero ¿de qué
va Sopa de cristales? Es la continuación de Manzanas blancas, aunque se puede
leer de forma independiente porque en realidad lo importante del libro no es la
trama, sino deleitarse con los personajes, las situaciones y las reflexiones
sobre el sentido de la vida. Porque estamos hablando de la literatura por la
literatura, tan distinta a otras novelas a las que estamos acostumbrados. Por
eso la novela no tiene un final, porque es un símbolo de lo que trata de
demostrar Carroll en el libro: lo importante en la vida es el camino, no el
final, la muerte. Carroll quiere que el lector disfrute con ese camino haciendo
buena literatura, con personajes interesantes y situaciones curiosas, al tiempo
que se lo dice sin tapujos a través de sentencias muy jugosas.
El libro tiene,
además, elementos muy sugerentes. El asunto es que las personas al morir van al
mundo que crearon en sus sueños, con las personas y situaciones que forjaron
dormidos. La clave es darse cuenta de que se está muerto. Esto lo cuenta
Carroll en un primer capítulo que se antoja magistral, con escenas fuertes y
divertidas. Todo responde a un plan, a un mecanismo cósmico: el Big Bang
consistió en la explosión de Dios; Dios explotó, sí, y cuando termine de
expandirse se contraerá para volver a la situación inicial y volver a explotar.
Esto explica la expansión del Universo y la fuerza de la gravedad. Todo forma
un mosaico en el que también están los seres humanos, y en el que cada uno debe
ocupar su lugar; mientras tanto, todo es una sopa de cristales.
“Caos” es un
elemento más de la expansión. El problema surge cuando Caos toma conciencia de
sí mismo y empieza a alterar el mosaico. El ejemplo es la vida de Isabelle y
Vincent, dos amantes que luchan contra el plan de Caos para separarles. Carroll
es un maestro en la descripción de personajes, y juega con crear en el lector
un doble sentimiento: todo malvado tiene algo que lo humaniza, con lo que se
puede empatizar o sentir piedad.
La novela no está mal. Es algo densa y no recomendable para el que prefiera cosas ligeras y no comerse el coco. Eso sí: me gustó menos que El mar de madera.
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