sábado, 5 de septiembre de 2009

JACK LONDON - La plaga escarlata, 1989 (1912).


El cine y la literatura nos han contado el futuro fin de la Humanidad. En la mayoría de los casos está causado por un conflicto bélico -preferentemente atómico y/o biológico-, un cambio climático -qué bien se queda uno siendo políticamente correcto-, o una pandemia -con muertes definitivas o reversibles, me refiero a los siempre juguetones zombies-. Por supuesto, la CF ha añadido las invasiones alienígenas, que tuvieron su momento culminante en la añorada Edad de Oro, o la dominación robótica, o el terrible meteorito que se estampa contra el Planeta. Normalmente las obras de temática postapocalíptica contienen una moraleja. Esta novela corta de Jack London pertenece a este género, en concreto a aquellas cuyo elemento central es una epidemia, sin que el autor pueda resistir a la tentación de endosar al lector alguna que otra moralina política.
London era socialista, pero en el sentido ácrata burgués que tanto gustaba a los anglosajones, con ese toque aventurero, romántico, decimonónico, tan a lo Lord Byron. Y La Plaga Escarlata no escapa al "compromiso" del autor. El relato es, no obstante, trepidante, ameno, vívido; en el que los personajes alcanzan la realidad sin imposturas, en escenarios sencillos.
La historia comienza con un viejo y un chico andando por lo que otrora fue la vía del tren. Luego el anciano narra cómo fue la peste que acabó con la Humanidad, y cómo se volvió al estado de naturaleza. Los superviviventes se agruparon en tribus, y vivieron del campo y la ganadería, ajenas ya a todos los avances tecnológicos. La fuerza bruta era la ley, y el emparejamiento se producía por conveniencia reproductiva. Las nuevas generaciones carecían de curiosidad científica, por lo que la civilización había desaparecido.
En el momento en el que apareció la plaga el protagonista pertenecía a una capa social acomodada. Era profesor de Literatura en la Universidad, y sus saberes eran inútiles en el mundo postapocalíptico. "Si al menos hubiera un físico, o un químico", dice el personaje en su senectud. La descripción de la pandemia está bien conseguida, en cuanto al primer pánico, la huida, el descontrol, el vandalismo, las pilas de cadáveres y el grupo que se arremolina para sobrevivir; es decir, en la obra están todos los elementos que luego hemos visto o leído en películas o libros del género. Hay un inconsistencia, que es cuando detalla la muerte por la peste y la cronometra en quince minutos, ni uno más, dice; y luego cuenta la agonía de horas y días de algúna infectado.
London participa en La Plaga Escarlata del optimismo científico; es decir, de la creencia anterior a 1914 de que la tecnología suponía automáticamente la mejora de la condiciones de vida del hombre. Las dos guerras mundiales desbarataron este pensamiento porque se vio que también servía para la autodestrucción de la Humanidad. Parte del nuevo paradigma fue la New Wave, que entendía que la ciencia no es civilizaión si no va unida a una relación distinta del hombre consigo mismo y con la naturaleza; esto es: comprender el Universo. El problema aparece cuando esto se traslada a la literatura en forma de catón.

La moralina llega al final de La Plaga Escarlata. London no se resiste y retoma la antropología negativa para describir a un ser humano incorregible. Para ello exhibe tres de los demonios de la izquierda de principios del siglo XX. Entonces London se presenta casi como un socialista utópico, uno de esos que iban pergeñando falansterios e icarias, autogestionadas, autárquicas y todas fracasadas. London le hace decir al protagonista que casi no merece la pena la reproducción del género humano, la reconstrucción de la civilización, porque el hombre llegará al mismo punto donde acabó, bajo "los tres tipos eternos de dominación, el cura, el militar y el rey". Bueno, un poquito de demagogia postrera no frustra una buena novela, imprescindible para entender la temática postapocalíptica de la CF.

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